Textos del Pseudo Dionisio, como posible antecedente filosófico del simbolismo de la Luz en la Francmasonería.





     He tenido a bien reproducir parcialmente textos significativos del Tratado de los Nombres de Dios del Pseudo Dionisio (1) debido a su notable cercanía con el simbolismo masónico y, por ende, como un posible antecedente intelectual de la filosofía masónica. Los textos se corresponden con los primeros 14 parágrafos del Capítulo IV del Tratado en cuestión. En este sentido, cabe ubicar a estos textos dentro de una línea del neoplatonismo que ya Frances Yates, en sus importantes ensayos sobre Raimundo Lulio (2), entendió como dignos de estudio y relación como antecedente del movimiento neoplatónico del renacimiento; particularmente dentro del eje Pseudo Dionisio-Escoto Erígena-Raimundo Lullio. El lector podrá encontrar aquí una reformulación cristiana sobre el concepto neoplatónico de la Luz, sus movimientos curvos, rectos y en espiral, su relación con la Bondad al modo de idea platónica, etc. Vaya en ese sentido este aporte a modo de eventual apéndice de post futuros.



DE LOS NOMBRES DE DIOS

Pseudo Dionisio Areopagita



1. Pasemos ya al nombre de "Bien". Es el nombre que prefieren los teólogos para designar la Deidad supradivina. Llaman Bondad a la misma subsistencia divina, que por el mero hecho de ser todas las cosas la contienen.

Sucede lo que en el Sol. Sin pensarlo, sin quererlo, por el mero hecho de ser lo que es, ilumina todo lo que de alguna manera puede recibir su luz. Así ocurre con el Bien. Muy superior al Sol, como el arquetipo es superior a la ima­gen borrosa, extiende los rayos de su plena Bondad a todos los seres que, según su capacidad, la reciben. Gracias a estos rayos de Bondad subsisten todos los seres inteligibles e inteligentes, todo ser, toda potencia y operación. Por ellos existen y poseen vida inalterable e indestructible, libres de corrupción y muerte, de la materia y de la genera­ción o mutaciones. Por ellos se consideran sustancias incorpóreas e inmateriales; como inteligencias, conocen de modo superior al de este mundo: por iluminación ven las razones propias de todos los seres y transmiten sus conoci­mientos a los compañeros.

La Bondad de Dios en que moran es el funda­mento de su permanencia, estabilidad, conservación, vigi­lancia, alimento. Sus deseos del Bien les hacen ser lo que son y les proporcionan bienestar. Configurándose con el Bien, en lo posible, se hacen mejores, y como es Ley de Dios, comparten con sus inferiores los dones que reciben del Bien supremo.

2. Por todo esto, se ordenan jerárquicamente en for­ma supramundana, en unidades propias, y se rela­cionan entre sí sin la menor confusión. El Bien da poder a los inferiores para elevarse hasta los superiores, y asi­mismo los superiores descienden al nivel de sus inferiores. Diligentemente cuidan de quienes les están confiados, de sus poderes y de sus resoluciones inmutables. Permanecen firmísimos sus deseos del Sumo Bien. Conservan entre ellos las demás prerrogativas que he descrito en el tratado De las propiedades y de los órdenes de los ángeles. Cuanto se refiere a la jerarquía celeste, como son las purificaciones angélicas, iluminaciones supramundanas y la consuma­ción de toda perfección entre los ángeles, todo esto viene de la Causa universal y Fuente de bien. De allí les llega asi­mismo su configuración con el Bien, el revelar la secreta bondad que poseen los seres, por decirlo así, intérpretes del silencio de Dios, que reflejan la luz resplandeciente en el interior del santuario.

En grado inferior a estas santas y venerables inteligencias están las almas con todos los bienes que les son propios. Dependen asimismo del Bien que está sobre todo bien y gracias a El tienen inteligencia, vida sustancial, inmortalidad. Por tener vida espiritual, como los ángeles, pueden esforzarse en imitarlos. Siguiendo a tan excelentes elevan hasta el Bien, fuente de todo bien, hacién­dose partícipes, según su capacidad, de las iluminaciones que El irradia. En la medida de sus fuerzas reciben el don de identificarse con el Bien y las demás cualidades descri­tas en mi libro Del Alma.

Si lo aplicamos a cuantos carecen de razón y a los irra­cionales, los que cruzan los aires, los que andan o se arras­tran por la tierra, los que [696 D] viven en el agua, los anfibios y los que se esconden bajo tierra o en cavernas. En fin, los seres de vida sensitiva. Todos son y viven gracias a la misma Bondad.
De modo semejante, las plantas sacan del mismo Bien la vida nutritiva y de crecimiento. Incluso las cosas inani­madas, sin vida ni alma, deben su existencia al mismo Bien.

3. Puesto que en realidad el Bien trasciende todo ser natural, sin estar limitado a forma alguna, es el creador de toda forma. Por no ser nada de cuanto es, El es el Supraser. Por no ser una vida, es la Vida. Sin ser una inte­ligencia, es la Sabiduría misma. Todo cuanto participa del Bien, participa de lo que, por estar en cierto modo limitado, da forma a lo informe. Y si es lícito hablar así, lo que no es anhela aquel Bien que trasciende todo ser. Más aún: se niega a todo ser y puja por descansar en el Bien supra-esencial.

 4. Al ocuparme de otros temas me olvidé de decir que el Bien es Causa de las fuentes y fronteras de los cielos, de eso que ni mengua ni se expande, inmutable. Causa también de los movimientos circulares y silencio­sos, por decirlo así, de los cielos inmensos. Asimismo del orden lijo con que las luces estrelladas decoran los cielos. Y de los astros errantes, en particular los dos de trayectoria circular, fuente de luz, que las Escrituras llaman "gran­des". Son éstos los que nos dan a conocer los días y las noches, los meses y los años. Constituyen el marco para nombrar, medir y conservar los acontecimientos.

¿Y qué decir de los rayos del sol? La luz procede del Bien y es su imagen. Se alaba al Bien llamándole "Luz", como se honra al Arquetipo en su imagen. La Bondad pro­pia de Dios, plenamente trascendente, lo invade todo, desde los seres más altos y perfectos hasta los más bajos. Está sobre todo: los más altos no llegan a la divina Bondad ni los más bajos escapan a su dominio. Ilumina todas las cosas que pueden recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona. De ella todas reciben medida, tiempo, número y orden. Su poder abraza el uni­verso, es causa y fin de todo.

El gran Sol, siempre luciente y espléndido, es imagen donde se manifiesta la Bondad divina, eco distante del Bien. Ilumina todo lo que puede recibir su luz sin perder nada de su plenitud. Difunde sus rayos fulgurantes a lo alto y a lo bajo de todo el mundo visible. Si algo no participa de su luz, no es porque ésta sea deficiente en modo alguno; sería debido a la incapacidad o impedimento proveniente del objeto.

Ciertamente. Hay muchas cosas que la luz no ilumina mientras que brillan otras más lejanas. Nada hay en este mundo visible adonde llegue el sol con la porten­tosa fuerza de su resplandor. Es más, está en los orígenes de los cuerpos visibles, favorece la vida, los alimenta y hace crecer, los perfecciona, los purifica y renueva. Es medida y número de las estaciones y de los días y de todo nuestro tiempo. Era esta luz informe la que, según el santo Moisés, distinguió los tres primeros días en el principio'.
La Bondad atrae hacia sí todas las cosas, por dispersas que estén, pues es Fuente divina y principio de unidad. Todo tiende hacia ella como a su fuente, su objetivo y cen­tro de unidad. El Bien, como dice la Escritura, creó todas las cosas y es en definitiva la Causa perfecta. "En ella todas subsisten", se fundan y perseveran como en un poder receptáculo. Todo retorna al Bien como a su fin. Todas las cosas lo desean: por el conocimiento, las espiri­tuales y dotadas de razón; por la sensación, las dotadas de sensibilidad; por el movimiento innato del apetito vital, las que no sienten. Las que carecen de vida y solamente exis­ten propenden a cierta participación de la esencia del Uno.

Así ocurre con la luz, visible imagen de Dios. Atrae y vuelve hacia sí todas las cosas: las que se ven, las que se mueven, las que se iluminan, las que se calientan y, en general, todo aquello que alcanzan los rayos luminosos. De ahí le viene el nombre de sol, Odos, porque todo lo reúne, esto es, lo conserva y lo concentra.

Por eso, los seres que sienten buscan la luz para ver, para moverse, para ser iluminados, para calentarse y, en general, para que la luz los conserve en su ser. No digo esto como creía la Antigüedad, que consideraba al Sol como Dios, el autor del universo, que gobierna con rectitud el mundo que vemos. Pero sí afirmo que "desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divini­dad, son conocidos mediante las obras''.

De todo esto se trata en la Teología simbólica. Aquí me limito a celebrar el término "luz" inteligible aplicada al Bien. Se llama luz intelectual al Bien porque ilumina toda inteligencia supraceleste y porque con su luz arroja toda ignorancia y error que haya en el alma. Purifica los ojos de la inteligencia ahuyentando la bruma de igno­rancia que los envuelve; despierta, abre los párpados cerra­dos bajo el peso de las tinieblas.

Les concede primero un mediano resplandor; luego, cuando los ojos se han acomodado a la luz y la ape­tecen más, les va dando con mayor intensidad, "porque amaron mucho'". Después no cesa de estimularlos a avan­zar a medida que ellos se esfuerzan por elevar su mirada a las alturas.
Se llama "luz de la mente" aquel Bien que está sobre toda luz, como manantial de luz y foco desbordante. Con su plenitud inunda de luz toda inteligencia, sea en este mundo, en el universo o en los cielos. Todas las cosas se renuevan con tal luz. En su inmensidad las contiene todas; a todas precede y supera por su trascendencia. En El todas se agrupan, y contiene en su simplicidad todo principio de iluminación, pues es fuente de luz y la tras­ciende. Es más que luz, y en este bien se concentra toda razón e inteligencia. Como la ignorancia dispersa a los que yerran así, la presencia de luz en la inteligencia reúne a cuantos la reciben. Los perfecciona, los dirige al Ser que es de verdad. Los aparta de muchos errores, los llena de luz unificadora. Concentra su variedad de opiniones en un verdadero, puro y simple saber. Lo llena todo de luz unificadora.

7. Los teólogos alaban y ensalzan este Bien. Lo llaman Hermoso, Hermosura, Amor, Amado. Le dan cualquier otro nombre divino que convenga a esta fuente de amor y plenitud de gracia.
Hermoso y Hermosura se distinguen y unifican en la Causa que todo lo unifica. En todo ser distingamos la cua­lidad, que es participada, y el objeto, que la participa. Lla­mamos hermoso a aquello que participa de la hermosura y llamamos hermosura a la participación de la causa que la produce en las cosas.

Pero llamamos Hermosura a aquel que trasciende la hermosura de todas las criaturas, porque éstas la poseen como regalo de El, cada una según su capacidad. Como la luz irradia sobre todas las cosas, así esta Hermosura todo lo reviste irradiándose desde el propio manantial. Hermo­sura que llama todas las cosas a sí misma. De ahí su nombre Kalos, es decir, hermoso, que contiene en sí toda hermosura.

Se le llama Hermoso, pues lo es bajo todos los aspectos: contiene y excede toda hermosura. Hermoso eternamente, invariable. No nace ni perece, no aumenta ni disminuye. No es amable en un sentido y desagradable en otro, a veces hermoso y otras no; para unos hermoso y para otros feo, ni distinto en uno u otro lugar. No. Es constantemente idéntico a sí mismo, siempre hermoso. En El estaba en grado eminente toda hermosura antes de que ésta existiese. El es su fuente.

Nada hay hermoso que no haya brotado de aquella simplicísima Hermosura, su fuente. De esta Hermosura proceden todas las cosas, bellas cada cual a su manera. La Hermosura es causa de armonía, de amistad, de comunión; todo lo une y es fuente de todo. Es principio, Causa efi­ciente que mueve el universo y lo sostiene. Todas las cosas llevan dentro el deseo de hermosura. Va delante de todas como Meta y Amor a que aspiran, Causa final que todo lo orienta, pues es modelo al que nos configuramos y con­forme al cual actuamos por deseo del Bien.

La Hermosura se identifica con el Bien. Todos los seres, sea cual fuere lo que los induce a obrar, buscan la Hermosura y el Bien. No hay nada en la naturaleza que no participe del Bien y de la Hermosura. Me atrevería a decir que aquello que no es participa también de la Hermosura y del Bien, porque es bueno y hermoso dirigirse al Bien supraesencial por vía de negación.

Esto -el Uno, el Bien y la Hermosura- es causa singu­lar de multitud de bienes y hermosuras. Gracias a esto, todas las cosas subsisten en su esencia, se igualan y diferen­cian, son idénticas y opuestas, semejantes y diversas; los contrarios se entrelazan y los unidos no se confunden. Gracia a éstos, los seres superiores cuidan de los otros, los iguales se compenetran y los inferiores tienden a superarse conservando el equilibrio de su estabilidad en la unidad. Por esto, todos los seres, cada cual a su manera, están abiertos unos a otros, se comunican entre sí, se com­penetran sin perder su identidad. De ahí la cohesión interna e indisoluble de las partes, la perseverancia en su ser y las renovaciones incesantes.

Las inteligencias, las almas y los cuerpos permanecen a la vez estables y en movimiento. El Bien-Hermosura, siendo trascendente, por encima de todo reposo y movi­miento, fija a cada ser su propia naturaleza y le da el movi­miento conveniente.

8. Dicen que las inteligencias celestes se mueven en sentido circular. Mientras están unidas a los resplandores, no tienen principio ni fin, pues proceden del Bien-Hermosura. Se mueven en línea recta cuando proce­den como guía providente de sus inferiores, dirigiéndolo todo rectamente. Se mueven en espiral cuando, a la vez que cuidan de los inferiores, permanecen idénticas girando siempre alrededor del Bien-Hermosura, causa de su identidad.

El alma también está en movimiento. Movimiento circular cuando entra dentro de sí, se olvida de lo exterior y recoge sus potencias espirituales para que nada la dis­traiga. Es una especie de movimiento giratorio fijo que la hace tornar de la multiplicidad de las cosas externas y con­centrarse en sí misma. Intimamente unidas ya el alma y sus potencias, el movimiento giratorio la levanta hasta el Bien-Hermosura, que trasciende todas las cosas, es uno y el mismo, sin principio ni fin.
Se mueve el alma en espiral cuando, según su capaci­dad, es iluminada con las noticias divinas, pero no por vía de intuición intelectual en plena concentración del alma, sino más bien por razonamiento discursivo, pasando de una a otra idea.

El movimiento es rectilíneo cuando el alma, en vez de entrar dentro de sí misma (lo cual es el movimiento circu­lar, como he dicho), procede por las cosas que la rodean y se levanta de lo externo, como de símbolos varios y múlti­ples, a la contemplación de simplicidad y unión.

El Bien-Hermosura es la causa de estos movi­mientos, de lo sensible, de lo que permanece conservando su reposo y situación y del alma, fundamento de uno y otro. Bien-Hermosura los conserva y dirige por encima 'de todo reposo y movimiento. Es la fuente, el ori­gen, el conservador, la meta y el objetivo del reposo y el movimiento. El ser y la vida del alma vienen de El, del mismo Bien-Hermosura de donde proceden lo pequeño y lo grande y lo mediano de la naturaleza, la medida y pro­porción de todas las cosas, armonías, conjuntos, las partes y el todo, lo universal y lo múltiple, el entrelazamiento de las partes, la síntesis de la multiplicidad, la perfección de conjuntos. Bien-Hermosura de que proceden la cualidad y cantidad, grandeza, infinitud, conglomeración y distin­ción, lo limitado y las limitaciones, los órdenes, las excelen­cias, elementos y formas, todo ser, poder, actividad, hábitos, sentido, razón, inteligencia, tacto, ciencia y unión.

En breve. Todo cuanto existe procede del Bien-Hermo­sura, en él está y se dirige a él. Es el motor de todo y todo lo conserva. Por gracia de El, por El y en El está todo princi­pio ejemplar, final, eficiente, formal, material. En una palabra: todo principio, toda conservación, todo fin, todo cuanto existe procede del Bien-Hermosura. Y aun lo que no existe está supraesencialmente en el Bien-Hermosura, que es el principio más que principal de todas las cosas y fin más que perfecto, "porque de El, y por El, y para El son todas las cosas", como dicen las Escrituras.

Por eso, todas las cosas deben desear, anhelar y amar al Bien-Hermosura. Por El y para El los inferiores aman a los superiores, los iguales aman y se comunican con sus seme­jantes, los superiores se ocupan de los inferiores. Todos y cada uno miran por sí mismos y se estimulan en hacer con perfección lo que hacen con los ojos puestos en el Bien-Hermosura.

Más aún. Nos atrevemos a decir realmente que la Causa de todas las cosas, por la sobreabundancia de bondad, todo lo ama, perfecciona, conserva y torna hacia sí. El deseo amoroso de Dios es Bondad que busca hacer el Bien para la misma Bondad. Deseo creador de la bondad del universo, preexistía sobreabundante en el Bien y no quedó en El encerrada. Le indujo a usar de la abundancia de su poder para crear el mundo.

11. No piense nadie que al ensalzar el término "deseo amoroso" vamos contra las Escrituras. Creo que seria insensatez absurda fijarse en la formalidad de las palabras más que en la fuerza de su significado. Nunca debe obrar así la persona que busque entender las realida­des divinas. Así proceden quienes se interesan únicamente por oír superficialmente sonidos y no quieren entender el sentido de las palabras o cómo se pueda valorar el signifi­cado con expresiones similares. Son gentes que se conten­tan con líneas y letras sin sentido, sílabas y frases incom­prensibles, que en manera alguna llegan al alma. No son más que sonidos en sus labios y oídos.

Como si fuera un error decir que dos y dos son cuatro, que línea recta es lo mismo que derecha, patria es lugar del nacimiento. Como si estuviera mal cambiar unas palabras por otras que significan lo mismo exactamente. Lo que debemos entender es que empleamos letras, sílabas, escritos y frases en razón de su significado. Por eso, cuando el alma, guiada por las potencias intelectivas, está centrada en el objeto del conocimiento, resulta inútil la operación de los sentidos. Lo mismo sucede al entendimiento cuando el alma, hecha ya deiforme por unión desconocida, con los ojos cerrados se adhiere a los rayos desprendidos de aque­lla "luz inaccesible".

En cambio, cuando el entendimiento, cen­trándose en la perfección de los sentidos, se levanta a la contemplación de lo inteligible, da especial importancia a las sensaciones más precisas, a las palabras más claras, a la mayor distinción con que ve las cosas. Porque no están claras las cosas que caen bajo los sentidos, no podrán éstos transmitirlas debidamente al entendimiento.
Si por hablar así pareciere que tergiversamos el sentido de las Santas Escrituras, quienes no están de acuerdo con la expresión "enamorarse" escuchen lo que sigue: "Amala y ella te custodiará. Tenla en gran estima y ella te ensalza­rá". Tengan en cuenta, además, otros muchos pasajes que alaban la expresión "enamorarse" de Dios.

12. A algunos de los nuestros que tratan de las Sagradas Escrituras les ha parecido que "enamorarse de Dios" es más divino que simplemente "amar a Dios". San Ignacio escribe: "Han crucificado a aquel de quien yo estoy enamorado". Y en los libros que introducen a la Sagrada Escritura hay uno que dice de la Sabiduría: "Pro­curé desposarme con ella, enamorado de su hermosura".

Por tanto, no temamos emplear la expresión "enamo­rarse de Dios" y no nos alteremos por lo que alguien pueda decir de ambos nombres. Creo que "enamorarse de Dios" y "amor de dilección" lo usan los teólogos en el mismo sen­tido. Añadieron que, al hablar de Dios, se trata del verda­dero amor. Porque la gente usa la palabra "amor" en sentido peyorativo. Nosotros, en conformidad con las San­tas Escrituras, alabamos la expresión "amor verdadero" y la consideramos apta en relación con Dios. Otros, en cam­bio, llevados de su natural inclinación, tendieron a pensar en el amor apasionado, corporalmente compartido. Eso no es verdadero amor; es una sombra, una caricatura del amor auténtico. El hecho es que la gente no comprende la espiritualidad del amor divino, y por eso la expresión "enamorarse de Dios" les parece ofensiva. Por lo cual, se atribuye a la Sabiduría, a fin de que el vulgo llege a enten­der el veradero amor y deje de interpretarlo en el peor de los sentidos.

Sabemos bien que mucha gente de baja estofa piensa que hay algo absurdo en este versículo encantador: "Tu amor era para mí dulcísimo, más que el amor de las mujeres". Para quienes escuchan con entendimiento la pala­bra de Dios, el simple término "amor", tal como lo emplean los autores sagrados para manifestar los misterios divinos, tiene el mismo sentido que "enamoramiento". Ambos quieren decir lo mismo: unión, alianza, con espe­cial referencia al Bien y Hermosura eternos. Procede del Bien-Hermosura, gracias al mismo Bien-Hermosura. En­trelaza las cosas iguales, inclina las superiores a cuidar de las inferiores y hace que éstas tiendan a las más altas.

13. Enamorarse de Dios lleva al éxtasis, pues quienes así aman están en el amado más que en sí mismos. Así se manifiesta en el amor que prodigan los de clase más alta a los más bajos. Asimismo lo demuestran los iguales por la unión que reina entre ellos. Lo que está más bajo se torna hacia lo más alto. Por eso el gran Pablo, arrebatado por su encendido amor a Dios y preso de poder extático, dijo estas palabras inspiradas: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí". Pablo estaba realmente enamorado, pues, como él dice, salía de sí mismo por estar con Dios. No contaba más con su propia vida, sino con la de aquel de quien él estaba enamorado.

Y hay que atreverse también a decir en honor a la ver­dad que el mismo Autor de todas las cosas vive fuera de sí por su providencia universal, por puro enamora­miento de las cosas. La bondad, amor y enamoramiento le seducen hasta hacerle salir de su morada trascendente y descender a vivir dentro de todo ser. Procede así en virtud de su infinito y extático poder de permanecer al mismo tiempo dentro de sí. Por lo cual, los que entienden de lo divino, llaman a Dios celoso, pues está poseído de un grande y misericordioso amor hacia todos los seres, y sus­cita en ellos el mismo celo. Así se muestra Dios celoso, pues siempre se siente celo por ló deseado. Al proveer en bien de todas las criaturas está probando su celo.

En conclusión. Podemos decir que el Bien-Hermosura es a la vez el amado y el amante. Tales propiedades existen en el Bien-Hermosura y por eso todo bien procede de El y se hace para el Bien-Hermosura.

14. Sin embargo, ¿por qué los teólogos hablan de Dios unas veces como enamorado y amante, y otras como el deseado y amado? Por un lado, El causa, produce y origina el amor. Bajo otro aspecto, El se muestra a la vez activo y pasivo, origen y término del movimiento. Por eso le llaman Amado y Deseado, por cuanto es Bien-Hermosura, y luego el Enamorado y Amante porque con su poder mueve y levanta todo hacia sí. En fin de cuentas, El es el Bien-Hermosura, el Uno que hace revelación de sí mismo, benéfica procesión de su unidad trascendente. Es Deseoso cuando simplemente se mueve a sí mismo, actúa por sí mismo, preexiste en el Bien hacia todo ser y luego regresa hasta el Bien. En este sentido se manifiesta excelen­temente que el amor divino no tiene principio ni fin. Como un círculo eterno moviéndose desde el Bien, por el Bien, en el Bien y hacia el Bien. Círculo perfecto, siempre en el mismo centro, la misma dirección, el mismo cami­nar, el mismo retorno hasta su origen.

Todo esto lo ha explicado también divinamente aquel mi ínclito maestro en sus Himnos amatorios. Merece la pena que los recordemos aquí añadiéndolos a este nuestro dis­curso sobre el amor, como un capítulo sagrado al final de cuanto vengo diciendo sobre el Deseoso.


(1) Se sigue la versión castellana publicada por la página web www.franciscanos.net
(2) Vid. Frances Yates, Ensayos Reunidos, I, LULIO Y BRUNO, Ed. FCE, México, 1996.-


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